Tranquilamente, de forma sosegada, me rodea la oscuridad... cierro los ojos y entonces van llegando a mí, sin que yo los nombre, desde el fondo de mi cerebro, en el centro mismo de los recuerdos:

Un broker enchaquetado montando en un patinete de aluminio por Nueva York de noche.
(“Manhattan” es la trascripción fonética del nombre que los indios le daban a ese lugar. En su idioma venía a decir algo así como “la isla de las colinas” ya que el terreno es irregular y casi todas las calles tienen una u otra inclinación. Este joven seguramente iría a su trabajo por la mañana en metro con el patinete plegado al hombro y por las noches se deslizaba a su apartamento, montado en el mismo, aprovechando que la vuelta era cuesta abajo).

El ensordecedor motor de un helicóptero de combate detenido en el aire, rozando los tejados, una calle más arriba de mi casa en Londres.
(Cuando comentaba a los londinenses que vivía en Finsbury Park estos me miraban con los ojos muy abiertos como si les estuviera diciendo que mi casa estaba situada en mitad del mismísimo infierno. Desde España, cuando alquilé la habitación, ese nombre no significaba nada para mí, lo único que me preocupó fue el precio y que la parada de metro estuviese a dos pasos. Una vez allí descubrí que cuatro meses antes habían asesinado a alguien unas calles más abajo y durante mi estancia hubo un tiroteo en la estación del suburbano. Los helicópteros a baja altura eran el método que usaba la policía cuando querían acosar a los criminales).

El puerto de Barcelona visto desde Montjuit.
(Enormes transatlánticos partiendo hacia el horizonte y torres de contenedores esperando ser cargados o trasladados antes del control aduanero, tal y como me lo había descrito Laura: una amiga barcelonesa).